"AGUA, VIENTO Y SILENCIO"
El ambientalista Antonio Elio Brailovsky propone la lectura de un texto poco conocido del escritor y periodista Roberto Arlt, cuando este recorrió en un carro las calles de la Boca durante la inundación del 15 de abril de 1940, poco después de realizarse obras que "habían solucionado completamente el problema". Los datos periodísticos de la época muestran amplias zonas de la ciudad debajo del agua. Tampoco hubo una adecuada previsión al decidir dónde se construía una obra de envergadura, como lo es la destilería de YPF en La Plata, que quedó completamente inundada. Agreguemos que en las calles de Palermo, Belgrano, Núñez y Saavedra la altura del agua alcanzó los dos metros y que esa catástrofe costó por lo menos 24 muertes que un planeamiento urbano más sensato hubiera evitado.
"AGUA, VIENTO Y SILENCIO"
-A cuarenta, ida y vuelta, hasta el puente. A cuarenta, ida y vuelta.
En Almirante Brown y Brasil subimos a una chata. Son las 5 de la tarde.
La oscuridad rayada de agua lenta amenaza más aguaceros. Entre las tablas de la chata se aprieta una multitud oscura. Avanzamos lentamente.
La Boca se ha transformado en una ciudad muerta y gris.
Hileras de fachadas desiertas de gente, con ventanas inciertas, con balcones vacíos, con puertas de comercio en cuyos tableros el agua mansa ondula muescas aceitosas.
-Vea el agua adentro de ese negocio.
Una mano señala una vidriera a través de cuyo cristal una sábana azulada se extiende quieta de muro a muro. Luego silencio. Vacío.
Unicamente el viento que sacude el follaje. De tanto en tanto un hombre con un pantalón arrollado en los muslos, un bulto entre los brazos, cruza fantasmal la sábana de agua.
En las calles transversales a Almirante Brown, la superficie de agua llega hasta los apoyamanos de las hileras de las ventanas.
Ni una sola luz tras de los vidrios. Todas las puertas cerradas, como si la ciudad hubiera sido sorprendida por el terror. Hay callejones cavernosos, abismales, oscuramente nítidos sobre su inmóvil calzada de cristal. En algunos cruces de calle, bultos rectangulares de carruajes abandonados.
-Hasta aquí llegaba el agua esta mañana.
Una mano señala en la oscuridad una raya fangosa tendida horizontalmente en la capota de un coche. La chata avanza siempre, lenta, arrastrada por sus cadeneros. Sobre la chata hay quien comenta:
-Hace veinte años que vivo en la Boca. Nunca se vio nada igual.
De pronto un rayo de luna sobre las aguas. Es el haz de luz plateada de una linterna sorda. La luna se esconde detrás de un grueso biombo de nubes.
Garúa.
Pero lo espantable es el silencio pesante entre fachada y fachada.
La oscuridad detrás de todos los ventanales. La falta de gente que grite o se queje. Silencio, silencio, silencio. Como en la atmósfera gris de una pesadilla. En la calle Ayala un bote cruza silencioso hacia el interior de la ciudad abandonada. Su barquero parece Caronte, el de la barca infernal.
Alguien dice bajo el capuchón de su impermeable:
-Esta mañana, en Nueva Pompeya, la correntada casi arrastra dos ataúdes con los muertos adentro.
Por fin llegamos al puente de Almirante Brown. Junto a una columna de alumbrado una garita tumbada. El agua de la calle rueda en el río oscuro, hacia el puente abanonado. Los ojos de buey de una nave solitaria, únicamente iluminada en aquella atmósfera de pesadilla gris llegan hasta el nivel del espejo de agua. Junto a la entrada del puente un ómnibus abandonado con los cristales rotos.
En la chata alguien pregunta:
-¿Y la gente? ¿Dónde está la gente?
Otro responde:
-Se han escapado a Buenos Aires, Con los valores que tenían.
Otra voz:
-También se han refugiado en los segundos pisos.
Miramos hacia las balconadas de los segundos pisos. Nada. Nadie.
Oscuridad, silencio, murmullo suave de viento en los ramojos, un espejo de agua quieta y negra abajo, detenida en los tableros de los comercios. De tanto en tanto un hombre con los pantalones arrollados en los muslos entra en una calle donde todavía hay la altura de un metro de agua.
Un pasajero del carro le explica a otro:
-Los que se han ido han dejado las puertas cerradas para que la correntada no les lleve los muebles y las ropas a la calle.
Uno se imagina el zangoloteo siniestro entre las cuatro paredes. Los muebles descolados, la catástrofe que ha rodado sobre la cabeza de esta pobre gente.
Lentamente, la chata emprende el regreso. Todos mirando la sábana de agua piensan en el castigo desplomado sobre esa población evadida, cuyas fachadas de balcones sin luz, de postigos cerrados, de zaguanes cavernosos, dan testimonio de la tremenda desgracia que los dispersara.
Comienza a lloviznar otra vez.
Autor: Roberto Arlt.
Publicado en Diario El Mundo, 16 de abril de 1940.
0 comentarios:
Publicar un comentario