miércoles, febrero 27

EL "NEGOCIO" DE LA POBREZA

El “negocio de la mendicidad” preocupa a muchos comunicadores: “pidiendo ganan más que yo, con mis lícitas actividades”, han dicho sin sonrojarse algunos. Otros, azuzan a la resentida y alicaída clase media con declamaciones y enojos acerca del destino del dinero que reciben. Un artículo para desmentir la pobreza de los pobres santafesinos.

“Mío es el mundo como el aire libre… otros trabajan porque coma yo…”, es el título de una nota aparecida en el diario Nueva Época en la década del 20. Se trata de un artículo en donde se pretendía desmentir la pobreza de los pobres santafesinos.

Decía que “la plaga de la mendicidad callejera” había evolucionado hacia una actividad legal. “Actualmente el pordioserismo en Santa Fe es un comercio tan bien organizado o quizás mejor organizado que el del ramo de especies comestibles”.

Los mendigos de ambos sexos no imploran la caridad pública. La exigen como un diezmo que las gentes duras o blandas de corazón deben oblar si no se quieren evitar un mal rato.

—Necesito comer, señor, me estoy cayendo de debilidad, dice un sujeto que viste un buen saco montañac con ribetes de trencilla negra y calza unos excelentes botines de elásticos.

La frase, adecuada a los tiempos, se escuchó no hace mucho: “son pobres pero se compran zapatillas que yo ni me puedo comprar”.

Nótese además con qué éxtasis describe el periódico la reacción de la “buena gente” y cuáles eran sus esperables reacciones, que son modificadas para evitar un mal momento: “El interpelado mira al postulante con abiertos deseos de pegarle, pero hay gente, se intimida pensando en el espectáculo que armará aquel si le niega un tributo y, en vez de un garrotazo le da una moneda. El mendigo saca su monedero, coloca allí la pieza cobrada, enciende un pitillo encerando la extremidad de que debe chupar, con el fósforo y se pierde entre una nube de humo y otra nube de admiración”.

Los ejemplos abundaban, y así lo escribe Nueva Época, el gran portavoz del patriciado santafesino.

—Señor, 50 centavos para un remedio de mi hijito. El individuo es una buena persona y no cabe la menor duda de que hará una obra de bien. ¡Qué fácil le es, sin sacrificio ninguno, quitar su dolorosa preocupación de esa mamá afligida pagar el precio de un laxante que volverá los colores y la alegría al pobre niño, tendido según se lo imagina, allá en el oscuro ángulo de un habitáculo, con las manitas cruzadas sobre el pecho y los ojos devorados por la fiebre.

El caballero ha abierto su portamoneda y el rostro de la mujer se ha iluminado. Pero hete aquí que cuando todo va a terminar con un bello acto de generosidad, la señora en desgracia habla al benefactor con un tono inusitado y de súbito, como quien dispara un tiro sin aviso previo, le cierra un ojo.

El señor experimenta la sensación de un calofrío que le corriera por la espina dorsal, le tiemblan las piernas y se pierde o se salva, según sea de flaca o de estoica su moralidad.

Nueva Época sugería poner fin a tamaña afrenta: “El gobierno, si por los medios que tiene a su alcance no consigue disminuir las legiones de traficantes de la sociedad, debe ir pensando al menos en gravar el comercio de la mendicidad con un fuerte impuesto ya que la situación de ese gremio es notoriamente desahogada”.

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